Comé, o me muero: la comida judía según Jorge Schussheim

Comé, o me muero: la comida judía según Jorge Schussheim

Un recorrido por la comida judía ashkenazí, de la mano del inolvidable Jorge Schussheim, su mamá, sus abuelas, sus tías y su suegra  

Había una vez un schnorer que, durante una de sus giras de mendicidad profesional, fue convidado – en casa del millonario del pueblo – con un pedazo de torta.

Tan extraordinario le resultó al schnorer este nuevo y raro manjar que exigió (los schnorers jamás piden, ya que están seguros del derecho que les asiste a ser mantenidos por los demás) la receta de esa maravilla.

Llegado que hubo a su casa, se entabló el siguiente diálogo con su señora esposa:

– Iajne Dvoshe, quiero que cocines la torta más rica del mundo. Esta es la receta: “Se toman seis huevos…”

– Huevos hay uno sólo, Itzik…

– Uno, entonces, “y medio litro de crema fresca”.

– ¿Crema? ¿Qué somos ahora? ¿Los Rotschild?

– Bueno, cuajada en vez de crema. “Y se agregan dos libras de harina de trigo y una de azúcar blanca”.

– ¡Já! ¡Harina de centeno y un poquito de azúcar morena es todo lo que hay en esta casa!

– “…y 200 gramos de pasas de Corinto y otro tanto de avellanas y un buen pedazo de manteca y mezclar bien y…”

Iajne Dvoshe agregó, en uno de sus escasos silencios, cuatro pasas medio apolilladas, unas nueces y un pedacito de margarina y revolvió todo y lo cocinó:

Y cuando Itzik probó su famosa torta bajo la variante Iajne Dvoshe, su único comentario fue:

-Francamente, no sé por qué les gusta tanto a los ricos esta porquería.

Tanto como judío, como aficionado a la comida, entiendo que la gracia que les causa a mis amigos goim este cuento parte de la no comprensión de la factibilidad de que algo así pase en la realidad, ya que como todo el mundo sabe (el mundo idische) la cocina judía ha logrado producir exquisiteces justamente a partir de la carencia de elementos, o de la pobreza de ellos.

Claro es que para que a un goi le salga una torta necesita crema, manteca y harina de trigo.

En cambio, al judío le alcanza con un poquito de gehakte tzures para lograr un resultado similar o mejor.

¿Cómo explicar si no el fenómeno cósmico que se produce cuando una madre judía toma una despreciada tripa gorda o un despojo del cogote de un pollo, los rellena con algo de matze-mel, cebollita, gribalaj y consigue un dorado, perfumado y extraordinario kishke o hélzale relleno?

¿De qué forma, si no es con suspiros, quejas y bastante sufrimiento, mi suegra consigue transformar un pedazo de hígado, un huevo duro y una cebolla frita, en un gehakte leber digno de un paladar refinadísimo?

¿Cómo, si no es gracias a que “mi hijo SIEMPRE me dice cuando no le gusta, pero NUNCA me dice cuando sí le gusta” se podrían explicar las sensaciones voluptuosas que producen los latkes de simple y humilde papa rallada cuando pasan por mi garganta temblorosa de pasión gastronómica?

Toda la cocina judía se ha basado siempre en la pobreza y la escasez, en los suspiros y en la culpa. Y debe ser eso, nomás, lo que le da un sabor incomparable.

Dice mi amigo Arturo Carou (goi con estómago id) que cualquiera es un buen cocinero con langosta, foie gras y caviar, pero muy pocos los capaces de satisfacer fresers y feinschmekers con ingredientes ordinarios.

Enumero una serie de platos de los que no me voy a olvidar aunque quisiera:

blintzes, latkes, kreplaj y knishes;
kneidlej, cháchalaj, kigl y kijalaj;
mandeburchenik y humentashn;
beigalaj y koilich;
jolodetz, pastron, hering, gefilte fish;

y para bajar todo y no enfermarse nunca y crecer sano y fuerte, la panacea universal, directamente de la fuente de Juvencia, la famosa penicilina ídishe: sopa de pollo.

Coma de todo y engorde sin culpa. Es un consejo de mis abuelas, de mis tías, de mi mamá y de mi suegra.

Fuente:

Del libro “Todo al costo”, editado por Ediciones de la Flor